
Cuando el bebé nace, la madre entra en un estado muy peculiar (gracias a las hormonas que circulan por su cuerpo tras el parto y que precisamente están ahí para ese fin), un estado de conciencia bastante alterado en el que la percepción del tiempo es relativa, la percepción del propio cuerpo y necesidades se transforman y la atención es selectiva (por supuesto selectiva hacia el bebé).
Este estado que llamamos puerperio es evidente en los momentos y meses inmediatamente posteriores al parto, pero yo personalmente comparto con L.Gutman la idea de que se alarga hasta el momento en que el bebé es capaz de percibirse a sí mismo como una persona separada de la madre, es decir en torno a los dos años (meses arriba, meses abajo). Quizá podemos hablar de un puerperio inmediato y un puerperio “extenso”, como una onda expansiva que permanece, una goma que se alarga tanto como nuestros bebés tiran de ella… hasta que llega el momento de reemplazar esa por otra.
Desde que nace y hasta ese momento en torno a los dos años (insisto, meses arriba, meses abajo) , el bebé “existe” , es decir, “es” gracias al ingreso y la participación del territorio emocional de un otro, idealmente su madre.
Este mecanismo es un poco complejo de entender, pero en su base se encuentran las teorías sobre el apego desarrolladas por muy diferentes autores (Bowlby, Ainsworth, Yarrow, Aizpuru, etc..) y por supuesto la vivencia de todas aquellas madres y padres sensibles a las transformaciones que se experimentan en los vínculos con sus hijos desde el nacimiento hasta que se convierten en niños.
Hasta ese momento, el hecho de que el bebé no tenga aún una noción concreta del “yo”, mantiene a la madre prendida en la entrega puerperal: asumiendose a sí misma como un universo entero para su hijo, ofreciéndole su estructura y su capacidad integradora y difícilmente conectada con nada que quede fuera de esa relación o que no pase a través de la misma.
Al igual que el bebé comprende el mundo a través de la madre, ella conecta con lo real a través del hijo que aún está prendido de ella.
Por eso, el hecho de no “abandonar” a ese bebé simbólicamente, es decir el permanecer en conexión y trabajando en el establecimiento de vínculos sanos, determina el éxito en la transición de bebé a niño y le proporciona la seguridad y la integridad que necesita para que nazca un “si mismo” cimentado sobre una sólida base. Lo contrario se traduce en diferentes trastornos del apego o, lo que es igual, en una dificultad constitucional para establecer vínculos nutritivos con el entorno.
Si todo va bien, es decir si el bebé crece con una participación real en el campo emocional materno (y paterno por extensión), si cuenta con una madre continente y empática y con un padre que integra y acoge, alrededor de los dos años sucederá uno de los hechos a mi entender más mágicos de la vida psiquica del ser humano, que es el nacimiento del “yo”.
Y es en ese momento cuando los hilos invisibles que unían a madre e hijo se transforman.
Es fácil saber cuando sucede este cambio, porque por lo general los pequeños se abren al mundo espontáneamente, como flores, buscando y permitiendo el establecimiento de nuevas relaciones y experiencias fuera del ámbito materno.
Este momento, de cambio a niveles muy profundos, requiere y exige de nuevo un ajuste por parte de la madre y del padre, que se enfrentan a nuevos retos.
Por una parte, la madre experimenta un retorno (paulatino) a lo real. Como si despertara de un sueño, terminara un largo viaje, concluyera una etapa… las gotas de lo real van cayendo sobre ella e invitándola a volver la mirada hacia algunos aspectos de su mundo, su existencia, que hasta ahora permanecían casi dormidos:
- La soledad (esa que es intrinseca a la existencia), pues así como aprendimos a tolerar que otro ser humano (nuestro hijo) anidara en nuestro cuerpo primero y después en nuestra emoción… deberemos aprender a dejarle volar cuando lo necesite y comprender que puede amar, recibir y darse también a otras personas que no somos nosotros. *
- A la realidad de la pareja que ahora puede volver a mirarse de frente y descubrir cuántos conflictos quedan pendientes, cuánto han crecido y cuánto han cambiado en el proceso… puede suceder que en este momento sobrevenga una crisis en la pareja, pues la salida “a la luz” de esa mamá que hasta ahora permanecía buceando en los planos más profundos de la maternidad, les enfrenta a ambos al reto de volver a dibujarse a sí mismos, renovar acuerdos, desechar recursos que ya no funcionan y, sobre todo, reencontrarse, re-conectar, en muchos sentidos (incluso físico y sexual), después de tanto tiempo.
- A sus deseos y necesidades hasta ahora en un segundo plano y ahora quizá dolorosamente más conscientes. Se impone la búsqueda de un nuevo equilibrio, entre el deseo propio que renace y el niño que tenemos (con sus nuevas necesidades de nosotras) de nuevos códigos, nuevos compromisos. A veces, en este momento aflora de nuevo el deseo de otro hijo.
Se inaugura, en definitiva, una nueva manera de “estar” con ese bebé que ahora va camino de ser niño y al tiempo, una nueva manera de estar consigo misma , un nuevo lugar en el mundo.
Violeta Alcocer
*Os copio el poema del libanés Khalil Gibran, que me parece precioso para comprender un planteamiento que nunca deberíamos abandonar :
Nuestros hijos no son nuestros hijos,
son los hijos y las hijas de la vida que se llama a sí misma.
Vienen a través de nosotros, pero no de nosotros. Y aunque viven con nosotros,
no nos pertenecen.
Podemos darles nuestro amor, pero no nuestros pensamientos,
pues tienen sus propios pensamientos.
Podemos acoger sus cuerpos, pero no sus almas,
porque sus almas viven en la mansión del mañana,
que ni aún en sueños podemos visitar.
Podemos esforzarnos en ser como ellos,
pero no intentar hacerlos como nosotros,
porque la vida no da marcha atrás, ni se detiene en el ayer.
Somos los arcos que disparan a nuestros hijos, como flechas vivas.
Que la tensión de la mano del arquero sea para la alegría
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